sábado, julio 29, 2017

Infierno de la salud













Muchos creen que sujetos como Javier Duarte son lo peor entre lo peor, la crema y la nata de la malignidad, pero se equivocan.  Duarte es a lo mucho un delincuente grotesco, frontal, burdo en el más evidente de los sentidos. Sus fechorías comenzaron a cobrar notoriedad inmediatamente después de asumir como gobernador de Veracruz, y hoy ha sido convertido en chivo expiatorio funcional a las innumerables simulaciones del sistema que lo prohijó.
Los verdaderos malos de la peli no son como Duarte. Son, esto me queda claro, como Emilio Gamboa, Carlos Romero, Gerardo Ruiz Esparza o Miguel Ángel Yunes, actual gobernador de Veracruz. Estos son tan hábiles que no sólo no reciben castigo, sino que siguen brincoteando de cargo en cargo. Yunes, como sabemos, estuvo en el Issste durante el gobierno de Calderón, y ya instalado allí convirtió en botín ese instituto que hoy padece, como todas las instituciones públicas dedicadas a la salud en México, un abandono que amenaza por dejar en la indefensión o en la semindefensión a miles de pacientes.
Por razones familiares tuve esta semana que apersonarme varias horas en el benemérito edificio de la Donato Guerra y Allende, en Torreón. Fue inaugurado en noviembre de 1964, según consta en la placa que cita el nombre de Adolfo López Mateos, a quien sólo le quedaba un mes de vida como presidente para luego ceder la silla al facho Díaz Ordaz.
El edificio, no debo decirlo, es desde hace mucho insuficiente para el hormiguero de personas que por cualquier razón y a diario lo deambulan. Lejos de recibir una atención de calidad, lo que vi fue un vía crucis múltiple. A simple vista se nota la mayoritaria presencia de señoras, como si las mujeres fueran las únicas preocupadas por su salud. Todas improvisan conversaciones trágicas mientras esperan: que les recetan pero que no hay medicinas, que las consultas sin esporádicas y brevísimas, que deben hacer campamentos de un día cuando les toca hacer algún trámite, que sus enfermedades siguen avanzando…
De veras puedo entender a médicos, a enfermeras y demás trabajadores: su lucha hacen para que la atención no truene y se venga a pique. Lo que me parece lamentable es saber que hace treinta o cuarenta años tuvimos uno de los mejores servicios públicos de salud y lo hemos ido perdiendo hasta llegar a esto: el infierno tan temido de buscar socorro en instituciones cada vez más enfermas.

miércoles, julio 26, 2017

Abandono del centro












Hace algunos días no pude contener la urgencia de comentar esto en una de mis redes: “En estos días he tenido tiempo para caminar con más calma la ciudad, Torreón, su centro histórico y algunas otras zonas, y la verdad es lamentable el abandono en el que se encuentra. Luce más que sucia, pestilente y chamagosa, con huellas de desaseo por todos lados, como si jamás pasarán escobas sobre sus calles y banquetas. De todos es bien sabido que en el último año de gobierno disminuye la obra pública y opera el tácito ‘Año de Hidalgo’ (chingue a su madre el que deje algo), más cuando viene un gobierno de otro partido, pero una cosa es no invertir tanto y otra es abandonar, desamparar. La ciudad no tiene trabajadores que le den una limpiada ni gobernantes que terminen dignamente su administración. Ya no alcanza ni para eso mientras la dejan sin un clavo con el fin de que Zermeño se las vea negras”.
Creo que no exageré. El centro histórico de Torreón, por no decir todo Torreón, se ve demacrado, en el olvido. No hallo la razón de fondo, pero aventuro esta hipótesis: desde que construyeron la nueva presidencia se desplazó el interés de las autoridades. Poco antes de 2012 había algo de  limpieza desde la Zaragoza o la Valdez Carrillo hasta la Colón. Con el nuevo edificio de la alcaldía, el interés fue focalizado de la Leona Vicario a la misma Colón, así que quedó en el abandono todo el entorno de la plaza de armas. Basta caminar por ese rumbo para constatar que la mugre está adherida al suelo, que debido a la basura, el polvo y todas las combinaciones posibles de grasa es imposible invitar a los visitantes sin sentir algo de vergüenza por el horrible espectáculo del descuido.
Como muchos, he tenido la suerte de viajar a otras ciudades importantes y ver que al menos el rumbo de sus centros luce limpio, digno. En algunas he visto que muy temprano, casi en las madrugadas, hay cuadrillas que con equipos (camiones, mangueras, escobas…) limpian regularmente aquellos lugares donde, se supone, paseará el turismo. ¿No tiene Torreón para una escuadra de limpieza que rescate del olvido el centro histórico? ¿Por qué sólo interesa la Plaza Mayor y sus inmediaciones más cercanas? ¿Es posible llevar a un visitante al Museo Arocena sin sentir que en los alrededores todo está muy sucio?
El resultado de la elección pasada fue brutal en contra de la administración saliente. Eso es irreversible, pero todavía puede, si hubiera algo de vergüenza, asear el centro, al menos eso.

miércoles, julio 19, 2017

Voz propia














¿Cuándo se adquiere una voz propia en literatura? Para empezar, es necesario decir si es cierto eso de la “voz propia”. Creo que sí, pero se da en muy pocos casos y no está determinada sólo por el estilo, sino por otras marcas tal vez más visibles, como el vocabulario y los temas recurrentes del autor. En todo caso, la mezcla de muchos rasgos hace reconocible una escritura. Así, es posible identificar el párrafo siguiente aunque carezcamos de su firma: “Nunca había sentido que fuera más lenta y violenta la vida como caminar entre un amontonadero de gente; igual que si fuéramos un hervidero de gusanos apelotonados bajo el sol, retorciéndonos entre la cerrazón del polvo que nos encerraba a todos en la misma vereda y nos llevaba como acorralados. Los ojos seguían la polvareda; daban en el polvo como si tropezaran contra algo que no se podía traspasar. Y el cielo siempre gris, como una mancha gris y pesada que nos aplastaba a todos desde arriba. Sólo a veces, cuando cruzábamos algún río, el polvo era más alto y más claro. Zambullíamos la cabeza acalenturada y renegrida en el agua verde, y por un momento de todos nosotros salía un humo azul, parecido al vapor que sale de la boca con el frío. Pero poquito después desaparecíamos otra vez entreverados en el polvo, cobijándonos unos a otros del sol de aquel calor del sol repartido entre todos”.
Más allá de la cadencia sintáctica, vemos ciertas palabras (“amontonadero”, “hervidero”, “apelotonados”, “acorralados”, “polvareda”, “acalenturada”, “renegrida”, “poquito”…) y de inmediato notamos una impronta muy fuerte. Luego seguimos la pista de lo contado, del asunto, e imaginamos un ámbito de precariedad, de aridez, de “puro sufridero” (como dice mi madre). Esa información —contenida apenas en un modesto párrafo— es tan poderosa que identifica en seguida al autor, un autor cuyo apellido ya sirvió para acuñar un adjetivo que es epítome de su estilo.
Como el anterior, son pocos los casos de estilo o voz propia identificables a simple vista. La mayor parte de los escritores debe conformarse con pasar la vida en el intento de lograr aunque sea una pálida aproximación a ese propósito. Al principio, cuando despuntan las primeras cuartillas, es frecuente que el escritor intente calcar el estilo de sus maestros. Yo confieso, por ejemplo, que leer a Cortázar y a Carpentier en mi postadolescencia fue un deslumbramiento que trajo como inevitable rédito un deseo de imitación con resultados cercanos a la catástrofe. Sin embargo, a fuerza de no ser tan severo con el joven que hace mucho fui, vale decir que a casi todos les pasa algo similar y que lo importante no es quedarse allí, detenido en la obstinación de ser lo que no se es. Poco a poco, nuevas lecturas y la certeza de la propia individualidad dan como resultado que uno encuentre la pequeña brecha de su estilo, su vocabulario y sus temas, “su voz” en suma.
La búsqueda puede durar toda la vida, y para nadie es fácil. La clave está en que el mismo escritor haga muy consciente ese propósito. Debe saber que de joven tuvo el legítimo derecho de recibir influencias, pues nadie nace sabiendo, pero que poco a poco, y esa es tal vez su principal misión como artista, debe intentar que no sólo su estilo, sino su universo todo madure hasta delinear los perfiles de su espíritu. El escritor que camina sin este deseo íntimo puede llegar por accidente a su voz, pero no es lo común. Lo común es que en secreto, con ensayo y error, escribiendo mucho, el escritor pueda crear mundos que se le parezcan y sean distinguibles para cualquier lector, y eso ocurre cuando entramos en trato con sujetos tan distantes y distintos como García Márquez y Bukowski: los reconocemos de inmediato, no podemos confundirlos.

sábado, julio 15, 2017

Socavón patrio




















Según un diccionario etimológico en línea la palabra “socavón” está formada con el prefijo so-, procedente del latín sub- (por debajo, debajo, prefijo que es muy visible en las locuciones adverbiales “so pretexto”, “so pena”, “so color”) y el verbo cavar, que procede del latín cavare (cavar, excavar, ahuecar, hacer hueco), verbo vinculado al adjetivo cavus (hueco, excavado, vacío). Contiene además el sufijo aumentativo –on sobre el verbo socavar (excavar debajo de los fundamentos de algo para dejarlo apoyado en hueco, sin base y sin apoyo real, y en sentido figurado debilitar a alguien, minar su moral).
Real y metafóricamente, pues, México es un socavón. Por eso fue tan atinado el cartón de Helioflores publicado ayer: el mapa de la república es un agujero sobre la carretera, un abismo con la silueta de la patria. Ese formidable agujero ha sido cavado sin descanso por presidentes, secretarios, gobernadores, directores, senadores, diputados, delegados y demás fauna nociva en contubernio con empresarios que tienen menos de patriotas mexicanos que Donald Trump.
Sin ironía es posible afirmar esto: sería fabuloso que los altísimos sueldos de la mencionada fauna fueran suficientes para aplacar su voracidad. El problema es que no, que secretarios federales como Gerardo Ruiz Esparza no tienen llenadero y ahora llegan a los cargos para disfrutar dos dichas: la de gozar el apapacho de la nómina y la de hacer negocios con la obra pública. Porque negocios son, y jugosos, los que se hacen para, en teoría, dotar a la población de servicios de calidad que a la vuelta de pocos años, y ahora de pocos meses, terminan por evidenciar fallas, material de segunda, deficiente planificación, opacidad en las inversiones y rigor en los castigos merecidos cuando tal o cual obra enseña el cobre.
A propósito del Paso Exprés de Morelos y la exhibidota que dejó en el Paraíso del Pretexto y la Justificación que es nuestro gobierno, como lagunero no puedo dejar de recordar el Distribuidor Vial Revolución, obra millonaria que terminó dinamitada porque sus encargados la ejecutaron como si fuera una maqueta para egresar de tercero de primaria. Nadie fue castigado, a ningún coahuilense le condonaron impuestos y todo terminó en dato para la memorabilia de nuestras recurrentes calamidades.
Pasará lo mismo con el agujero de Morelos. Fue un socavón que se abrió sobre el socavón que ya es México.

jueves, julio 13, 2017

Abundancia historiográfica del doctor Corona Páez




















Publiqué este texto en el más reciente número de la revista Nomádica. Sigo pensando que la producción escrita del doctor Corona Páez es notable en razón de su abundancia, su rigor y su originalidad. Esto ocurre por ejemplo en su libro mayor, cuya portada ilustra este post; esta obra es la más documentada sobre la zona del México colonial que mejor explotó la vitivinicultura. En España, en Francia, en Chile y otros países hay especialistas que lo aprecian como estudio modelo; acá, en La Laguna, tierra de su autor, todavía se le regatea mérito. Pero bueno, así pasa con frecuencia, nadie es profeta...

El doctor Sergio Antonio Corona Páez (Torreón, Coahuila, 12 de octubre de 1950-Ibid., 1 de marzo de 2017) publicó numerosos libros individuales y colectivos. Sus frutos como investigador del pasado lagunero son pues, en cantidad, objetivamente, lo más abundantes entre los que han sido producidos sobre nuestro entorno, y en calidad, esto lo afirmo subjetivamente y sin creer que se trata de una sobreponderación inmerecida, básicos para comprender mejor lo que fuimos y acaso lo que somos como región.
Creo preciso establecer tres periodos simétricos en la producción de este historiador. De las casi dos décadas que dedicó a la armazón de libros, los primeros seis años (de 1997 a 2003) ocupan una etapa que podemos llamar preparatoria, formativa. La segunda parte, los seis años que van, más o menos, de 2004 a 2010, es la del asentamiento, la etapa en la que ofrece sus obras más logradas. En la tercera aparecen títulos en los que prosiguió su labor en una derivación hacia lo didáctico y étnico-identitario.
En cuanto a la etapa inicial, ya sus primeros libros son valiosos y mostraron las armas metodológicas que como estudioso de la historia tuvo el doctor Corona Páez. Entre otros títulos puedo recordar El águila y la doncella: las fundaciones de México (Brecha, colección Ave Fénix. número 3. Torreón, 1997); San Juan Bautista de Los González Cultura material. Producción y consumo en una hacienda saltillense del siglo XVII (coedición del Archivo Municipal de Saltillo y la Universidad Iberoamericana Plantel Torreón. Editorial del norte mexicano. Torreón, 1997); Ríos de gozo púrpura. Vitivinicultura y cotidianidad en Santa María de las Parras (coedición de la Secretaría de Educación Pública de Coahuila y el Archivo Municipal de Saltillo. Saltillo, 1998); Una disputa vitivinícola en Parras (1679) (Colección Lobo Rampante. Número 1. Coedición Universidad Iberoamericana Torreón y Ayuntamiento de Saltillo. Torreón, 2000); Censo y estadística de Parras (1825) (Colección Lobo Rampante. Número 2. Coedición Universidad Iberoamericana Torreón e Instituto Municipal de Cultura de Saltillo. Torreón, 2000); Tríptico de Santa Maria de las Parras (paleografía de Manuel Sakanassi Ramírez. Colección Lobo Rampante Número 4. Coedición Universidad Iberoamericana Torreón y Ayuntamiento de Saltillo. Torreón, 2001); Viñedos y vendimias en la Nueva Vizcaya. Los privilegios otorgados a sus cosecheros por la corona española en el siglo XVIII (Colección Lobo Rampante Número 7. Universidad Iberoamericana Torreón, 2003).
El segundo periodo trae consigo libros que me atrevo a calificar como fundamentales en el corpus historiográfico sobre La Laguna: La vitivinicultura en el pueblo de Santa María de las Parras. Producción de vinos, vinagres y aguardientes bajo el paradigma andaluz (siglos XVII y XVIII) (Consejería del Trabajo de la Embajada de España en México. Parque España de La Laguna. Club Deportivo Hispano Lagunero. Grupo Peñoles. Grupo Soriana. Grupo Modelo. Sanatorio Español. Torreón, 2004. Galardonado con el “Gourmand World Wine Books Award” como el mejor libro de historia de las bebidas en México, 2011); El país de La Laguna. Impacto hispano-tlaxcalteca en la forja de la comarca lagunera (Consejería de Trabajo de la Embajada de España en México. Parque España de La Laguna. Club Deportivo Hispano Lagunero. Grupo Peñoles. Grupo Soriana. Grupo Modelo. Sanatorio Español. Torreón, 2006); Apuntes sobre la educación jesuita en La Laguna: 1594-2007 (Universidad Iberoamericana Laguna. Torreón, 2008).
Por último, en los años que van de 2010 a 2016, el historiador lagunero abandona un tanto la ruta de la vitivinicultura en el sur de Coahuila y trabaja en dos vertientes: el didáctico, con Cultura y pasado. Consideraciones en torno a la escritura de la historia (Universidad Iberoamericana. Ayuntamiento de Saltillo. Universidad Autónoma de Coahuila. Saltillo, 2014), y el étnico-identitario, con Padrón y antecedentes étnicos del rancho de Matamoros, Coahuila, en 1848 (Escuela de Ciencias Sociales de la UAC y Universidad Iberoamericana Torreón, Torreón, 2012) y El rancho de la Concepción. Trashumancia laboral: factor del proceso de formación de una identidad regional lagunera, siglos XVIII y XIX (Universidad Iberoamericana. Torreón, 2016).
No cito aquí, obviamente por falta de espacio, los casi incuantificables materiales que publicó en libros académicos colectivos, en el blog Crónica de Torreón y en la prensa lagunera. Por todo, la desaparición física del doctor Corona Páez ha sido, y sigue siendo, una pérdida dolorosa, pero queda su obra, una obra que sin duda seguirá vigente y creciendo en importancia con el pasar de los años. 

miércoles, julio 12, 2017

Palabras en el tiradero

















Soy habitué de las librerías de viejo y allí he encontrado libros dedicados por escritores importantes. No a mí, claro, sino a otros lectores. Recuerdo tres: uno de Juan José Arreola, otro de Roberto Cabral del Hoyo y uno más de Sergio Pitol. Los tres tienen palabras escritas de puño y letra —obviamente afectuosas— para sus destinatarios, y los tres los compré a nada, casi los obtuve gratis. No puedo negar que esas firmas me provocaron una mezcla de alegría y desazón. Alegría porque admiro a los autores y desazón porque no podía saber el motivo por el que sus libros se hallaban confundidos entre muchos otros en el purgatorio de la segunda mano.
¿Habían sido robados? ¿Sus dueños pasaban aprietos económicos y tuvieron que venderlos? ¿Murieron y los familiares fueron a rematar sus libros? ¿En realidad no importaban a sus primeros dueños? No sé, pero de cualquier manera no era buena señal que escritores así de importantes hubieran firmado libros que terminaban en el tiradero. Si eso les pasaba a ellos, qué podía esperarme yo.
No he tenido que morir, sin embargo, para experimentar el pellizco. Al menos en tres o cuatro ocasiones me he topado con libros de mi autoría y dedicados. No se entrega uno a llorar, claro, pero al menos es desagradable especular sobre los motivos del rechazo, si es que eso fue y no una simple pérdida o algo parecido. En casi todas las ocasiones reconocí al dedicatario, es decir, supe a quién escribí tales o cuales palabras.
Si uno publica, es imposible evitar esos lejanos desaires. Quizá ni siquiera lo sean, aunque siempre den esa impresión, pero cuando en efecto lo son, cuando se puede comprobar científicamente que alguien tiró lo que le ha sido dedicado y hasta dado, entonces sí es molesto. Eso me pasó cuando un amigo conversaba conmigo y dijo sin mayor aviso: “Hace poco vi a la venta varios libros tuyos dedicados a fulana”. Se refería a una amiga ciertamente exitosa que con toda claridad celebraba mis publicaciones y a la que en cada encuentro yo llevaba, por supuesto que gratis, algún libro mío que ella parecía celebrar sinceramente, pero tal parece que tal sinceridad no era genuina, de manera que por un rato anduve incómodo. Luego me tranquilicé y di con una frase que se convirtió en consuelo: de mejores bibliotecas me han corrido.

sábado, julio 08, 2017

La fila mensual












El viernes 30 de junio fui a ordeñar las últimas gotas de dinero que albergaba para mí un cajero automático. Piqué todas las teclas habituales, digité la cifra y luego apareció la leyenda de que no había fondos disponibles. Bueno, pensé, voy a otro. Eso hice y al final, infructuosamente, recorrí tres. Preocupado, pedí un estado de movimientos y en teoría me quedaban treinta pesos en la de débito, o sea, un cajero me había tumbado ya la plata, pero sin aflojarla. Quise llamar al banco. Pronto preferí no hacerlo, pues odio con odio apache ese sistema, los laberintos para llegar por teléfono al servicio que necesitamos y las voces embusteramente amables del call center. Preferí esperar un día e ir mejor a la sucursal del banco.
Perdí una parte de la mañana, mi sábado de supuesto descanso, en ese trance. Desde la noche pensé, pues en otras ocasiones ya había vivido la experiencia, en llegar temprano, tanto como se pudiera. Cuando al fin aterricé en la sucursal, una cola enorme adornaba el exterior del establecimiento. Me coloqué en el extremo de la fila y resignadamente esperé, como todos los presentes, el minuto de la apertura. Sin haber desayunado ni café, estaba molesto y con la sensación de que andar allí no me correspondía, pues iba a reclamar el dinero que me esfumó una máquina. Pronto me apenó esa queja íntima: me fijé bien y vi que todos los que formaban la abnegada fila eran ancianos empobrecidos, achacosos, hombres y mujeres que vivían ese viacrucis por una migaja mensual.
Mientras pasaban esos lentos minutos pude escuchar algunas quejas. El anciano que iba antes de mí conversaba con el que a su vez iba delante de él. Dijo que tenía dañadas las piernas, que sus rodillas apenas podían sostenerlo. Era alto, delgado, canoso, temblaba. Inevitablemente pensé en la miserabilidad de las instituciones públicas y privadas que sin piedad tratan así a los viejos y no organizan un método menos sacrificado para que recojan sus pensiones. ¿Una sola ventanilla para setenta ancianos? ¿Acaso no es posible escalonarlos para evitar su agolpamiento al arranque del mes? ¿No es viable habilitar algún mecanismo para que cobren en los Oxxos o algo parecido?
No sé, no me dedico a eso. Lo único que sé es que aquellos hombres ya trabajaron demasiado para ganar ahora una pensión magra que de paso les entregan como si les hicieran un favor. Vaya país.

miércoles, julio 05, 2017

Pelotudos con doctorado














En estos días corrió por los medios electrónicos y las redes el video de un programa televisivo argentino. En él, ocho panelistas y un moderador (es un decir, pues el más inmoderado era él) debatían sobre la calidad del futbol mexicano. Según varios, no todos, de los alebrestados opinantes, nuestro futbol es una “mierda”, una “cagada”, un espectáculo “inmirable” pues nuestros jugadores “no marcan”, “no defienden”.
Sé que prestar atención a esos pelotudos es una pelotudez, pero no puedo no ceder a la tentación de comentar lo que me parecen tales burros hablando desde el desconocimiento y la víscera. Para empezar, es necesario puntualizar que tipos como esos, que hablan de futbol y luego, sin cortinilla, pasan a mostrar su xenofobia generalizada, abundan en los medios electrónicos de todas partes. Los programas gritones de tipo panel son perfectos para el pensamiento deshilachado, para el ex abrupto como única forma de la discusión. Los participantes suelen ser tan elementales que no ven contradicciones obvias: ¿cómo pueden decir que el futbol mexicano es una “mierda” y al mismo tiempo afirmar que jamás han visto un partido? Es como decir que el mate sabe horrible sin haberlo probado. Estúpido. Luego, sin solución de continuidad y ya entrados en insultos a todo lo mexicano, ¿cómo pueden asegurar que lo único bueno de México es el Chavo del 8? Quien piense/diga eso es idiota, sin más.
A diferencia de ellos, puedo decir que he visto futbol argentino y gracias a esto me resulta viable asegurar que salvo tres o cuatro equipos (Boca, River, San Lorenzo, Independiente, quizá Racing y/o Central), todos los demás son modestos, sin que esta afirmación conlleve ánimo agresivo. ¿O quieren que diga que Tigre, Quilmes, Chacarita, Rafaela y Banfield son lo mismo que Boca o River? No, no son lo mismo, e igual les quedan lejos, en todo sentido, incluido el económico, clubes como América, Guadalajara, Cruz Azul, Monterrey, Tigres, Pumas, Toluca, Santos, Atlas, Pachuca y varios más.
Uno de los panelistas, acaso el único sensato, intentó contradecir al moderador. Dijo que en la Libertadores los mexicanos llegan a las finales. Otro lo cortó de inmediato y señaló que es imposible jugar en México debido al largo viaje de “40 horas”. No reparó en que se trata de juegos a visita recíproca y que el vuelo dura nueve horas. Puro etnocentrismo babotas, imbecilidad sin atenuantes.

sábado, julio 01, 2017

Motivo aparente












Hace algunos días fui a las diez de la noche a los Funerales Serna de la avenida Juárez, en Torreón, para asistir a un velorio. Al llegar me sumé al duelo y luego salí a charlar con dos amigos que coincidieron conmigo en el trance de mostrar su solidaridad a los dolientes. La conversación con ellos fue larga, tanto que se prolongó hasta la una de la madrugada. Al fin nos despedimos y tomé mi coche para regresar a casa.
En el camino, casi frente al Museo Regional, iba en dirección oriente-poniente y vi que las torretas de una patrulla relumbraron en sentido opuesto. Suelo conducir despacio por varias razones: porque mi coche ya no da para andar mamoneando con altas velocidades, porque temo a los accidentes provocados no tanto por mí sino por otros y porque en la noche hay que manejar a ritmo de 1920 si no queremos exponernos al tormento de las infracciones. Así lo hice. Imprimí una velocidad exageradamente moderada y doblé por la Cuauhtémoc. A la altura de la Allende, el rojo del semáforo me frenó. Esperé el verde y seguí hasta torcer en la Escobedo. Fue allí cuando a lo lejos divisé, vía retrovisor, la misma torreta rojiazul o tal vez otra. Seguí mi ruta y en la Comonfort, poco antes de mi último viraje a la izquierda, la patrulla se colocó detrás y accionó su claxon. En vez de detenerme, seguí a la misma tranquila velocidad y la patrulla me siguió hasta que llegué a casa, bajé del coche y me apronté a entrar.
El agente me alcanzó. “Por qué no se detuvo, le hicimos la seña”, dijo. Fingí desconcierto: “¿A mí, y por qué razón?”, respondí. “¿Por qué venía usando el celular?”, añadió. Le expliqué varias cosas: que venía a velocidad muy moderada, que no me volé ningún rojo, que no atropellé a nadie, que no bebí alcohol, que traía placas, que traía licencia, que traía todos mis faros encendidos y que esa noche (podían comprobarlo si me esculcaban y hurgaban en mi coche) había olvidado el celular en casa, lo que era cierto. Así pues, no me detuve porque no me sentí culpable de nada. “De todos modos debió detenerse”, replicó. Al final el agente, o los agentes, pues eran dos, se fueron cuando los invité a que junto conmigo detuviéramos en la esquina todos los coches que, pese a las evidencias de orden, fueran sospechosos de alguna falta. No quisieron hacerlo, claro, pues proceder así los obligaba a detener a medio Torreón.