jueves, febrero 22, 2018

Arena movediza de la crónica













Uno de los géneros periodísticos o literarios o periodístico-literarios que más problemas ha causado a quienes intentan definirlo es la crónica. Lo podemos comprobar si nos asomamos a otros géneros: cuando alguien dice “entrevista”, sabemos aproximadamente de qué habla; si alguien dice “poesía”, también. No quiero decir con esto que todo sea siempre claro y quede bien delimitado, pues a partir de las definiciones académicas se pueden dar cruces, mixturas, mestizajes de toda índole, lo que a veces hace imposible definir tal o cual texto. A esta circunstancia debemos añadir la cuota, a veces no pequeña, de variaciones en el significado de una palabra, de suerte que terminamos obligados a manejarnos con tiento si nombramos tal o cual texto de una forma o de otra. Como Novelas ejemplares, por ejemplo, Cervantes designó piezas que hoy quizá no nos atreveríamos a llamar de tal manera, sino cuentos o relatos, quizá, ya que nos parecería difícil que doce “novelas” cupieran en un solo libro. Lo que pasa es que el género que hoy conocemos como cuento no empezó a ser llamado así sino hasta mucho tiempo después, bien entrado el siglo XIX. Era imposible, por ello, que Cervantes llamara cuento a “El licenciado vidriera” y a todas las demás historias reunidas en aquel famoso libro.
Una palabra y el objeto que designa, debo decir, suelen ser movedizos, de ahí lo difícil que es a veces definir un producto del espíritu como, en este caso, la crónica. Saúl Rosales ha emprendido un notable acercamiento a este propósito en Cronistas, historiadores y crónicas, libro que sin duda plantea una discusión acerca de la palabra crónica y del quehacer de los cronistas antiguos y contemporáneos. ¿Es o debe ser lo mismo la crónica de hace quinientos años que la de hoy? ¿Es necesario ese mismo tipo de cronista en la actualidad? ¿El cronista actual es un solo tipo de cronista o hay muchos tipos de cronista? Mi duda parte de definiciones como la de Covarrubias, coetáneo de Cervantes, quien en 1611 definía así el género que nos ocupa: “coronica. Está corrompido el vocablo de chronica, chronicorum (…) Vulgarmente llamamos coronica, la historia que trata de la vida de algún Rey, o vidas de reyes, dispuesta por los años, y discurso del tiempo (…) Los Reyes y Príncipes deben leer, o escuchar las coronicas donde están las hazañas de sus pasados, y lo que deben imitar y huir…”. Sobre el cronista, el mismo Covarrubias señala que es “el que escribe historias, o annales de las vidas y hazañas de los Reyes”. Creo que no es necesario advertir que esta crónica no es la que defiende Saúl Rosales, pues sin que se llame crónica ni sean cronistas las que la escriben, ella ha sido sustituida por los aparatos de propaganda llamados “oficinas de comunicación social” que hoy registran escrupulosamente “las vidas y las hazañas” de alcaldes, gobernadores y demás prominencias. En este sentido, sospecho que al cronista oficial al modo antiguo, cuando lo hay, le tocaría hacer hoy otro trabajo, o incluso desaparecer dado que ya hay, por un lado, oficinas de comunicación social, y, por otro, medios de comunicación cuya omnipresencia no deja casi nada sin registro documental, el mismo registro documental que más adelante será, y de hecho ya es, apoyo clave para los historiadores. A la crónica oficial, vale apuntar, le queda ya muy poca cancha para maniobrar, si acaso la que proponía el diccionario de la academia hacia 1817, quinta edición: “crónica. s.f. Historia en que se observa el orden de los tiempos”, es decir, algo parecido a lo que hoy entendemos por “cronología”, que no ha cambiado mucho en la sexta acepción del mismo diccionario en su última edición: “Narración histórica en que se sigue el orden consecutivo de los acontecimientos”, o la de cronista, que en su segunda acepción es definido como “Historiador oficial de una institución”.
En su advertencia, el escritor lagunero señala que “Este libro pretende contribuir a que se reinstaure la auténtica crónica en ciudades, pueblos, aldeas, congregaciones —que las hay, y tienen sus ‘cronistas’— y villorrios, con el propósito de que se enriquezca su historia”. La crónica que Saúl Rosales define, defiende y practica en su libro tiene menos que ver, sospecho, con los cronistas oficiales que con los cronistas de la prensa tradicional y moderna, ésa que se expresa en los periódicos importantes y ahora también en muchos espacios de internet. Como un cronista que hace 500 años deseara satirizar la coronación de un rey, el cronista oficial de un gobierno “emanado” del PRI no podría escribir, o escribiría con serias dificultades, casi con riesgo de su cabeza, por ejemplo, “La espera del candidato algo tiene de cruz y de calvario”, pero crónicas parecidas sí han articulado usuarios del oficio que son contemporáneos nuestros, cronistas tan dispares como Carlos Monsiváis, José Joaquín Blanco, Pedro Lemebel, Martín Caparrós, Ricardo Ragendorfer, Pedro Mairal, Juan Villoro, Juan Pablo Meneses, Emilio Fernández Cicco… quienes, como ocurre con el llamado periodismo gonzo, no escatiman subjetividad —dado que ser esto, subjetivo, es inevitable—, humor, ánimo literario ni perruna defensa de un yo libre y participante.
Tras recordar, en su introducción, de qué lejanos libros viene la palabra crónica y tras informarnos qué significa para él y no ha significado para los cronistas apellidados “oficiales”, Saúl Rosales comparte 26 crónicas escritas en diferentes momentos de su vida. Estas crónicas, presiento, toman mucha distancia de la tesitura empleada mayoritariamente por el croniquismo oficial contemporáneo y mexicano, ése que en urbes gigantes y villorrios nace obligado a urdir el cronicón del mandarín o, en su defecto, pergeñar cronologías hueras. Rosales propone pues 26 crónicas modernas, periodísticas y literarias a la vez (por su estilo), crónicas que dan cuenta de su calidad, la del autor, de testigo espontáneo y libre en el momento en el que lo contado se desarrollaba, de ahí que podamos llamarlas crónicas laguneras: “Septiembre de las inundaciones del Nazas”, “Torreón de identidad de ladrillo”, “Reencuentro con el arte de Pilar Rioja”, “Moreleando edición 2013”, “Rusos en la estepa del Nazas”... En todas ellas y las que no menciono se deja ver fielmente lo que Federico Campbell apetece de la crónica en su Periodismo escrito (SEC, 2016): “Es la narración de un acontecimiento de interés colectivo en la que el cronista se puede permitir comentarios y acotaciones, ejercer su estilo personal y utilizar todos los recursos de la literatura narrativa”. Las crónicas de Saúl Rosales son pues, para mí, modelos no tanto de lo que podría hacer un cronista oficial —quien tranquilamente podría ya no existir si se dedica sólo a sancochar cronología—, sino el periodista profesional, el escritor o el simple interesado en asentar un testimonio personalísimo sobre cualquier suceso de interés plural.
Como ocurre con otros de Saúl Rosales —Don Quijote, periodistas y comunicadores; Jales sobre habla lagunera…—, Cronistas, historiadores y crónicas es un libro pertinente por su intención didáctica y su factura literaria. Me gusta pensar en la idea de que, si es leído, entusiasmará a muchos lectores que a partir de estas páginas podrán construir crónicas que hoy nos regocijen o conmuevan o cuestionen y mañana sirvan para edificar con más y mejores ladrillos nuestra historia.

Comarca Lagunera, 21, febrero y 2018

Cronistas, historiadores y crónicas, Saúl Rosales, s/e, Torreón, 2017, 142 pp.

Nota. La foto que encabeza este post es de mi autoría.